SILENCIO

Silencio. Cuando le vi por primera vez solo había silencio. Un silencio de palabras, de miradas, de pensamientos. Pasaba despacio, regio, un dios caído del Olimpo. A cada paso suyo mi corazón se encogía, un pálpito rápido, el rubor subía a mis mejillas. Ni tan siquiera me veía, invisibilidad impuesta a mi corazón.
El tiempo goteaba lento, suave, cuando aparecía el. Su sonrisa caía cuales lágrimas de felicidad en mi mente, estremeciéndome desde lo más hondo de mi ser. Dudaba que supiera de mi existencia, pero me sentía llena cada vez que pasaba junto a mí.
En mi más profundo interior deseaba con fuerza una mirada, una palabra, tal vez un roce que le revelase mi existencia. Sin embargo, mi tiempo corría ligero, incansable, arrebatándome cada segundo a su lado.
Sucedió una noche. La luna pura en el cielo, cuajado de las más brillantes estrellas, que quizás se asomaban al adivinar el discurrir de las horas.
Caminaba despacio, lentamente por la calle, llorando lágrimas de desesperanza al pensar que no volvería a posar jamás mis ojos sobre su rostro. Giré la esquina y choqué.
Choqué con mi alma, mis sueños, mi respiración. Subí los ojos despacio, deleitándome con cada fibra de su ser, aspiré lentamente, absorbiendo cada partícula de su olor.
Y me miró. Me miró con sus profundos ojos verdes, leyéndome por dentro, destapando mis más profundos y oscuros secretos, intuyendo mi deseo. 
Abrí la boca despacio, pero nunca sabré para que, pues antes de poder ni tan solo exhalar un aliento, posó sobre mis trémulos labios su perfecto dedo, fundiendo toda mi esencia en una oleada de placer.
Súbitamente, sus labios contra los míos. Dulces y livianos en un principio, anhelantes, fieros y salvajes segundos después. Su cuerpo pegado al mío, encajando como piezas de un puzle ancestral, nuestras manos explorando recónditos lugares nunca antes vislumbrados.
Aquella noche amanecimos nuevos, despertando nuestros más dormidos instintos. Voló ropa, prejuicios, mentiras, piel. Solo un alma junto a otra, susurros entre blancas sábanas de amor.
Sin palabras, solo tacto, besos, ligeros gemidos que no decían nada, pero que lo decían todo. Fuera, tras las cortinas, las negras nubes ocultaban el cielo.
Segundos, minutos, horas después. El tiempo ya no corría, instantes detenidos piel con piel.
- Eres perfecta… - mi corazón tembló, ligero como una pluma mecida por el viento de su voz.
- Finita, mortal…- susurré. Una lágrima solitaria rodó por mi mejilla, una última sonrisa afloró a mis labios.
Sentimiento de sorpresa. El sonido de un corazón que se ahoga. Lluvia en las calles.
- ¡No! No, no, quédate conmigo. - una súplica desesperada. Unos ojos centelleantes que se apagan.
- No cierres los ojos. No te atrevas a cerrar los ojos… Por favor…
Un último secreto revelado, un último suspiro en los brazos del amor.
Silencio.


“Estamos hechos de la misma materia que los sueños.” William Shakespeare.

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